martes, 4 de enero de 2022

FIN DEL IMPERIO SOVIÉTICO

        



 LA UNIÓN SOVIÉTICA  AGONIZA

Mientras  la URSS se independizaba, sus antiguos estados satélite en Europa central y en los Balcanes, la Unión Soviética entraba en declive.

El proceso  comenzó en 1985,cuando Gorbachov implementó su programa de reformas estructurales, destinadas a mantener al Partido Comunista en el poder.
El prestigio internacional  de Gorbachov se oponía con el descenso de su poder; hasta 1991  fue la figura más importante  política soviética,  pero ya no controlaba los acontecimientos: la popularidad de Gorbachov  fue indestructible:  se desmoronó  en 1990.
Se lo responsabilizaba de  los problemas que asolaban a la entonces poderosa Unión Soviética: la pérdida de los  estados satélites, el deterioro de vida, las presiones separatistas de las repúblicas periféricas y la caída de  la superpotencia.  La política lo atacaba,  los opositores extremistas lo  consideraban un traidor, responsable de la destrucción del imperio de  soviético.

 Los reformistas tenía prisa; Eentre ellos se destacaba Yeltsin, un hombre impulsivo, autoritario, impredecible, terco pero astuto y eficaz  político. En los años 80, Yeltsin fue  el primer secretario del Partido Comunista de Moscú pero, frustrado por la lentitud de las reformas, en 1987  criticó duramente a Gorbachov y fue  destituido. Nunca perdonó que le hubiera degradado de su cargo.  Dos años más tarde, con apoyo popular, fue elegido diputado lo cual le permitió atacar directamente a Gorbachov. Los excesos alcohólicos de Yeltsin quisieron  desprestigiarlo pero los ataques no  menoscabaron  su popularidad. Para los rusos  él, y no Gorbachov,  ofrecía una esperanza  futura  para  el pueblo  y significaba  mejorar su nivel de vida, accediendo a los bienes   que poseían los occidentales. Un indicio  fue en 1990 la comida rápida  McDonald’s en Moscú, cuando los moscovitas probaron  por primera vez un «Big Mac». Para la mayoría  no rusa, el futuro residía en la independencia de Moscú y se acercaba  a los nacionalistas como objetivo  de la total autonomía de  la Unión Soviética. En  la capital de Georgia, la policía y el ejército atacaron  una manifestación de 100.000 partidarios de su independencia, dejando diecinueve manifestantes muertos.
Moscú envió tropas a Estonia, Letonia y Uzbekistán para impedir manifestaciones, pero la presión  de una mayor autonomía era  incontenible mediante la fuerza. El sentimiento antisoviético crecía con rapidez  en especial  en el Báltico. Los  adultos recordaban  los años de la independencia, antes de 1940, cuando los soviéticos se apoderaron de Estonia, Letonia y Lituania. La llegada de inmigrantes de etnia rusa  generó resentimiento,  mientras el  acceso a los canales de televisión escandinavos permitían a los pueblos vislumbrar la prosperidad occidental. En las elecciones  de 1989, en las repúblicas bálticas, los candidatos  pro  independencia recibieron un fuerte apoyo y obtuvieron plazas  como diputados. En marzo Lituania declaró su independencia. Se implantó la antigua bandera nacional y desapareció la bandera soviética. Moscú la consideró inválida. Dos semanas después envió tanques soviéticos, que retumbaron frente al edificio del Parlamento;  horas  más tarde se retiraron sin  abrir  fuego. Lituania fue sometida a un bloqueo económico y le cortaron el insumo de petróleo. No fue el último intento de impedir su separación. 
La Unión Soviética se enfrentaba también  a problemas alarmantes en otros lugares. Desde los años 20, fue una federación de repúblicas autónomas,  dominada por Rusia, construida en torno al principal grupo étnico de cada región. Las tensiones raciales fueron un síntoma del deterioro  de la federación. En junio estallaron graves disturbios raciales, cuando jóvenes  atacaron a la minoría de lengua turca; murieron noventa y cinco personas, hubo centenares de heridos, se destruyeron propiedades  y miles de personas huyeron. Hubo más brotes de violencia en las repúblicas centroasiáticas, con manifestaciones a favor de la independencia nacional en Georgia.  La debilidad  del gobierno soviético  se  manifestó en julio en las huelgas de mineros, en protesta por las condiciones de vida en Siberia occidental y en Ucrania -se calculó 300.000 hombres-, lo cual llevó al Sóviet Supremo a conceder en octubre el derecho a  la huelga.

Un millón de personas se extendió por Estonia, Letonia y Lituania para protestar contra el pacto nazi-soviético de 1939, que  los  anexó a la Unión Soviética. En  1989, la desintegración se acercó al centro de la URSS, cuando el movimiento que reclamaba la autonomía de Ucrania celebró su congreso inaugural en Kiev.
El despliegue del ejército soviético no pudo impedir que en 1990 prosiguieran las tensiones y la violencia en las repúblicas caucásicas y centroasiáticas. En enero de ese año se redujeron  enfrentamientos étnicos donde  murieron cincuenta personas, entre armenios y otros. Cuando las tropas soviéticas acudieron para sofocar los disturbios, se encontraron con la feroz resistencia de los militantes del Frente Popular de la región; restablecido el orden,  se contaron ciento treinta muertos y varios centenares de heridos.
En el Báltico y hubo una creciente hostilidad hacia la minoría  etnia rusa. En  1990, los Parlamentos de Estonia y Letonia, siguieron el ejemplo de Lituania, que un año antes votó por su independencia. Incluso Ucrania  proclamó su soberanía: La Unión Soviética  sobrevivía  apenas. La lucha por la independencia en las repúblicas bálticas planteaba un problema, porque la URSS  no estaba  dispuesta a admitir la derrota.

En  1991, las tropas soviéticas  en Vilna y Riga,  -capitales de Lituania y Letonia-;  trataron de derribar a los gobiernos electos y acabar con la independencia, pero en ambos países la fuerza soviética fue recibida con  protestas populares y hubo derramamiento de sangre; catorce civiles lituanos y cuatro letones murieron y centenares  resultaron heridos.

En Moscú hubo serias  protestas contra la violencia y Yeltsin acabó apoyando  públicamente la autonomía  de esos ex países satélites: no pudo detener lo inevitable. El 90% de los lituanos apoyaban la independencia. En Letonia y Estonia tres de cada cuatro votaron  por la independencia. Antes, el poder militar soviético pudo  aplastar  estas manifestaciones, pero en  el 91 no estaba dispuesta a someter a esos países bálticos por la fuerza.
A medida que los rusos perdían el control, rivalizaba por el poder. El cisma entre reformistas y reaccionarios era más profundo que nunca. Gorbachov no era   tan radical para quienes deseaban llegar  más lejos y más deprisa  en el desmantelamiento de la Unión Soviética. Los reformistas no compartían los mismos objetivos  iniciales. Unos querían el mercado capitalista, mientras  los nacionalistas deseaban más poder e independencia para sus repúblicas.  Yeltsin estaba entre ambos grupos, pero  no  clarificó su posición. Los   cambios que impuso  la Unión Soviética, no fueron  lo suficientemente fuerte como para abatirlos. Gorbachov debía actuar con cautela. No podía satisfacer a  los dos bandos. Su deseo era  mantener la integridad de la Unión Soviética  e incluso favorecía  cambios económicos y políticos. Su objetivo era una democracia social de corte occidental y una economía capitalista; su postura no era  clara; siendo el  secretario general,  los reformistas lo abandonaron, incluso cuando las  decisiones políticas  se inclinaban hacia una socialdemocracia. Aún no se había enfrentado  a una reforma fundamental dentro del sistema soviético.

El Congreso  abolió el monopolio político del Partido Comunista y  reconoció  un sistema político multipartidista. A primera vista, su posición se  fortaleció después de ser elegido  como presidente de la Unión Soviética;  habiendo sido el jefe de Estado de facto,  el nuevo cargo le confería nuevos derechos ejecutivos, pues el Congreso  decidió restarle poder al Politburó. No obstante, su posición se  debilitó, , cuando  Yeltsin fue elegido presidente  convirtiéndose  en el líder de ¾   partes del territorio soviético. Yeltsin otorgó a los intereses rusos una clara prioridad con respecto a la Unión Soviéticacon una drástica reducción fiscal que debilitó a Gorbachov. Yeltsin consiguió el apoyo popular de los nacionalistas  y el respaldo de la élite de los economistas, atraídos por el pensamiento neoliberal sobre el libre mercado, con la esperanza de recibir ayuda  de EE:UU. Los nacionalistas rusos consideraban que las otras repúblicas -salvo Bielorrusia y Ucrania- eran entidades periféricas y no eslavas, cuya  independencia fortalecería a Rusia. A medida que la popularidad de Gorbachov caía, debido a la terrible situación económica, la de Yeltsin,  aumentaba.
En los meses siguientes se produjo la desintegración de la Unión Soviética con  un inminente desplome económico.  En 1991 la producción cayó drásticamente y el déficit presupuestario aumentó de una forma  alarmante. Había escasez de bienes de consumo y de combustible; los precios de los alimentos se duplicaron. No es de sorprender que el apoyo popular a un Gorbachov cada vez más desamparado, cuyos planes de recuperar la economía  resultó un lamentable fracaso se desvaneciera. Según un encuesta de opinión,  el 50%  afirmaba que sus vidas  empeoraron:  solo el 8% pensaba que  mejoraron con Gorbachov.
La amenaza  fue  el ascenso de Yeltsin. Mientras Gorbachov parecía un hombre derrotado que presidía una Unión Soviética fracturada, Yeltsin construía una base de apoyo popular: doscientos cincuenta mil ciudadanos moscovitas desafiaron la fuerte presencia de la policía secreta para manifestarse a favor de Yeltsin; se sentían atraídos por una retórica que destilaba confianza en el futuro  y por la imagen de fortaleza que transmitía,  aún no en condiciones de desafiar la supremacía de Gorbachov. En la primavera se dio cuenta de que le convenía colaborar con Gorbachov en la defensa de un nuevo tratado de la Unión y cuyo  objetivo era aumentar los poderes de las repúblicas soviéticas, mediante  una política económica, donde las cuestiones militares seguirían siendo prerrogativas soviéticas. A Yeltsin  le interesaba promover el poder de  Rusia y fortalecer su posición.
Los enemigos conservadores de Gorbachov se movilizaron. En julio doce personajes importantes  más dos generales firmaron una carta publicada en la cual denunciaban la revés sin precedentes  del  país, sumido en la oscuridad y el olvido. EE.UU le  advirtió  a G sobre una conspiración contra él.  Subestimando el riesgo, Gorbachov puso a Yeltsin a cargo  de Moscú y en agosto abandonó la capital para disfrutar de unas vacaciones en Crimea.
El golpe fue el 18 de agosto. Gorbachov descubrió que  cortaron las comunicaciones telefónicas en la dacha donde pasaba las vacaciones. Tres de los conspiradores acudieron para aconsejarle que entregase  el poder a su vice;  Gorbachov se negó. En Moscú, los líderes del golpe  formaron un Comité  que gobernaría el país.  No bloquearon la red telefónica, ni interrumpieron la transmisión de la televisión por satélite ni detuvieron a Yeltsin ni a otros que seguían siendo leales a Gorbachov.  El Comité de Estado no se rindió y ordenó a los tanques que acudieran. El pueblo desempeñó un papel importante. Multitud de jóvenes moscovitas se  manifestaciones en contra;  murieron tres
manifestantes. A la mañana siguiente Gorbachov regresó de Crimea. Se  mantuvo firme durante la crisis, pero, el golpe lo  debilitó seriamente: se  agotaba su poder. El héroe del momento  era  Yeltsin.
Ese fatídico año Yeltsin suspendió el Partido Comunista Soviético  y en noviembre lo prohibió totalmente.  Anunció un nuevo gobierno,  él como primer ministro, con un programa de reformas económicas radicales, basadas en  la economía de mercado liberal.

Las otras repúblicas del Este y centro   se  opusieron y aprovecharon la  debilidad  soviética para insistir en sus reclamos de independencia. Los estados bálticos encabezaron la lista. Yeltsin reconoció su independencia a los pocos días de asumir.

Ucrania, Bielorrusia  y Moldavia Azerbaiyán, Uzbekistán y Kirguizistán proclamaron su independencia también y otras repúblicas se sumaron en septiembre. La Unión Soviética quedó reducida a Rusia y Kazajistán. En diciembre,  el 90% de los ucranianos respaldó  la declaración de independencia. Una semana después, Rusia, Ucrania y Bielorrusia acordaron disolver la Unión Soviética y formar la Comunidad de Estados Independientes, donde la apariencia de unidad se limitaba a las cuestiones económicas y militares.  Ese mes se le unieron otras ocho repúblicas. Los tres estados bálticos y Georgia,  al igual que Lituania  proclamaron su independencia:  El 24 de agosto, Gorbachov   dimitió como secretario general del Partido Comunista soviético, puesto clave y fuente del poder; transfirió  sus poderes a Yeltsin, como presidente; dos días después entró en el Kremlin
En su último discurso televisado, Gorbachov defendió sus logros: lass reformas  necesarias estaban justificadas; le permitió avanzar hacia la transformación democrática y las libertades liberales. Al poner fin a la guerra fría,  eliminó la amenaza de otra guerra mundial.

Este mensaje fue bien recibido en occidente,  no entre  los soviéticos. La opinión sobre  su gestión estaba  dividida: para muchos Gorbachov  empeoró el nivel de  vida;  puso fin a la guerra fría, capitulando ante Occidente y reduciendo una poderosa superpotencia a una  posición humillante. «Cuando tomó posesión en el Kremlin, teníamos un imperio; seis años más tarde lo perdimos . Nos vendió a Occidente.  Gorbachov sentió un enorme pesar por el derrumbe de la Unión Soviética: su intención fue reformarlo, no destruirlo, declaró.  

El 31 de diciembre de 1991, sesenta y nueve años luego de su fundación y setenta y cuatro años luego de la revolución , la Unión Soviética se extinguió. Fue el experimento político más extraordinario de los tiempos modernos. La Unión Soviética había sido crucial durante la época de la II Guerra Mundial. a un costo de millones de vidas humanas; quedó devastada  por la guerra contra los alemanes; Rusia dominó la mitad oriental de Europa, fue una superpotencia, dejando su huella en la política europea y en todo el mundo.

A partir de Lenin durante la revolución  de 1917 más  la guerra civil  prometió una utopía, basada en la igualdad y la justicia, que solo hubiera funcionado  -a un costo humano  inimaginable- en un vasto país subdesarrollado.

 

FIN DEL IMPERIO SOVIÉTICO

Algunos izquierdistas lamentaron el final de la Unión Soviética; les apenaba el fracaso de lo que  pareció una imagen optimista del futuro, una alternativa a las desigualdades del capitalismo. El sentimiento de pérdida no se limitaba a  la pérdida del imperio y el declive de una gran potencia. El gran historiador  marxista no fue el único intelectual de izquierda en reconocer los defectos del sistema soviético y en confesar que no le habría gustado vivir bajo su égida, pero lamentaba su fracaso. Admiraba a las lamentaciones en Occidente no fueron  más allá de una  pequeña minoría, incluso entre los comunistas occidentales, que se  aferraron hasta el final a la creencia de la superioridad soviética.
Liberales y socialdemócratas no derramaron ni una lágrima, y los conservadores de derecha en Europa occidental y en Estados Unidos se felicitaron por haber ganado la guerra fría. Aplaudieron la postura intransigente de Reagan (respaldada por la «dama de hierro» Margaret Thatcher) hacia el comunismo. la «Guerra de las Galaxias» y  los niveles de gasto militar  demostraron la superioridad económica de Occidente y  pusieron en evidencia la debilidad soviética. No ocultaron su sensación de triunfo por la victoria del capitalismo liberal sobre el socialismo estatal y la libertad sobre la servidumbre. Sintieron un alivio por haber abandonado la guerra fría y por haber eliminado el peligro de un conflicto nuclear.  Mostraron la satisfacción por el derrumbe de un sistema basado en  la opresión y la falta de libertad:   estaban convencidos de que los valores occidentales  triunfaron.  

Este alivio tenía una cara diferente en Europa central y del este.  La población sentía sobre todo alivio de que hubieran acabado al fin los largos años de sometimiento bajo la mano  férrea del dominio comunista. Podían proyectar sus propias identidades nacionales y  albergar esperanzas de beneficiarse de la prosperidad del disfrute de Europa occidental.
El regocijo no duró mucho tiempo. Los antiguos satélites soviéticos  estaban expuestos a los difíciles  ajustes necesarios para incorporarse al nuevo mundo. La euforia pasajera se  aplacó por nuevas adversidades.  Para  Europa occidental, la caída de la Unión Soviética se prolongó demasiado tiempo para que la caída  de la ideologia provocara un estallido de alegría.

Otros problemas en Europa occidental  ocupaban su atención,  entre ellos la guerra en el golfo Pérsico de 1990-1991, que siguió a la crisis desencadenada por la invasión iraquí  a Kuwait.

En Occidente, la euforia por el desplome del comunismo había llegado  en 1989, cuando cayó el Muro de Berlín.

El declive de la Unión Soviética dejó una cesura histórica, un trascendental punto de inflexión: el 27 de diciembre de 1991 Gorbachov anunció por televisión su dimisión como dirigente de la Unión Soviética.  Los dos enormes conflictos que caracterizaron esa época fue el capitalismo y el comunismo finalizó. El “bolchevismo -como Winston Churchill  pronosticó en 1918:  “se había suicidado”.»
Desde 1991, Europa era un continente diferente; no estaba dividida por el Telón de Acero, pero el fin de la escisión del continente que duro decenios no significaba la unidad.  Europa pasó a estar dividida en cuatro grupos distintos.  Ya no existía una división ideológica fundamental, pero las diferencias entre los grupos no eran insignificantes. El primer grupo estaba compuesto por los países de la Comunidad de Estados Independientes (Rusia, Ucrania, Bielorrusia y otras ocho ex repúblicas soviéticas). Carecían de la base tradicional democrática pluralista, de  autonomía legal,  de  estructuras eclesiásticas, de sindicatos y de una prensa libre que diera  lugar a  una libertad civil, ajena al control del estado. En medio de la confusión frente a la desintegración del régimen que durante casi setenta años dominó Europa oriental, las ex repúblicas soviéticas recurrieran a  presidentes fuertes como Yeltsin en Rusia y otro más dictatorial  en Bielorrusia.

La historia y  la geografía separaban  a Europa en dos mitades que  avanzaban por  caminos distintos.
Al otro extremo estaban los países de Europa occidental; la partida  de la Unión Soviética -tras la unificación alemana- significaba que de repente se  abriera la posibilidad de una unidad europea, más allá de las fronteras tradicionales occidentales y de los pocos países que  conformaban la Comunidad Europea.

Era necesario replantear la integración europea para garantizar una Alemania  unida a occidente,  para que  -en un futuro- los países liberados del control soviético se  incorporaran a la  integración europea, extendiendo la alianza militar del oeste hasta  los países del Este.  La OTAN   que ya no tenía razón de ser, sin  el Telón de Acero y el pacto de Varsovia, dejó de existir.
El tercer grupo eran los países  agrupados como «Europa Oriental.» Polonia, Checoslovaquia y Hungría  poseían un fuerte sentimiento de identidad nacional; jamás se  consideraron parte de la «Europa del Este»; siempre se  mostraron como el núcleo de Europa central, con fuertes lazos culturales con Austria y Alemania, vínculos que se extendían hacia el oeste, en lugar de hacia Moscú. Estos países tuvieron la oportunidad de reconstruir sus identidades, sus tradiciones democráticas y su vitalidad cultural. También sentían la fuerte atracción de la prosperidad europea, su economía y cultura: aspiraban a reincorporarse a la Europa occidental de la cual durante tres décadas  quedaron aislados.
Los países bálticos (Estonia, Letonia y Lituania) formaban parte de Europa oriental, pero también compartían con los países de Europa central antiguas tradiciones de independencia nacional, pese a la brevedad de sus frágiles democracias de entreguerras. Albergaban un resentimiento profundo por la anexión soviética de 1940 y  lucharon con vehemencia para restablecer su independencia; miraban hacia  la OTAN y  la Comunidad Europea,  para protegerse contra cualquier futura intrusión. Rusia recelaba de cualquier ampliación  de la OTAN.
En el sureste de Europa, el mundo postsoviético dejó otra constelación. En Bulgaria y Rumania, el régimen comunista fue sustituido por  una pseudo democracia.  Hubo demasiada corrupción, la pobreza estaba radicada y las estructuras  de la sociedad civil  permitió una transición a una democracia liberal, que se desempeñara correctamente: el poder seguía en manos de los antiguos regímenes. Estos países  envidiaban la prosperidad de la Comunidad Europea,  aunque formar parte de ella era un anhelo a largo plazo, sobre todo para Albania, donde el régimen comunista se  mantuvo hasta 1992: la corrupción, la delincuencia y el legado de decenas de años de autoritarismo  hicieron que fuera el país más pobre de los ex estados comunistas europeos.  Difícil albergar esperanzas de integrarse a la Comunidad Europea.

Yugoslavia nunca  perteneció al bloque soviético.  las tensiones aumentaron desde la muerte de Tito en 1980,  con progresivos problemas económicos,  que agravaron el inicio del conflicto étnico,  en 1989, cuando Yugoslavia se desintegró y los problemas empeoraron con consecuencias aterradoras.

El fin de la Unión Soviética y de la guerra fría cambió la política mundial.  Gorbachov se  aseguró en los últimos años  que la URSS colaborase con Estados Unidos para solucionar viejos conflictos en África con Etiopía, Mozambique, Angola y Namibia. Convenció al Congreso de Sudáfrica para que negociara con el régimen del apartheid  tan combatido. El último jefe de Estado de la Sudáfrica del apartheid, fue el presidente F. W. de Clark, que aceptó negociar, sin contar con la ayuda soviética, al disiparse la amenaza del comunismo en África meridional. La liberación en 1990 de Nelson Mandela, encarcelado por veintisiete años y aplaudido internacionalmente como el símbolo de la oposición del apartheid sudafricano.

Con el derrumbe de la Unión Soviética, varios estados africanos (y Cuba en América Latina) perdieron un protector y la  ayuda económica. Les esperaba  desde ahora una mayor exposición a las exigencias de una economía globalizada que se propagaba velozmente.
 La caída de la Unión soviética después de la II Guerra hizo que EE:UU pasará a ser  la única potencia  mundial.
China desafiaría este dominio,  así como  Rusia. Estados Unidos fue el vencedor en la crucial guerra fría y  la paz americana otorgaba seguridad a gran parte de los países del mundo.  Sin embargo, la guerra  regresó en ese mismo continente europeo.
El final de la guerra fría generó grandes expectativas; era un tiempo de nuevos comienzos en Europa. Esto era más evidente en los antiguos países comunistas, donde comenzaban a tomar forma sistemas económicos liberales y gobiernos democráticos; pero también Europa occidental experimentó importantes novedades con la creación de la Unión Europea y las iniciativas para crear una moneda común. Mientras tanto, la disolución en el 91 de la estructura militar del pacto de Varsovia alentó la esperanza de una paz duradera y  los dirigentes políticos se centraron en fortalecer la integración, una posibilidad de una Europa unida por un interés común, la paz, basada en gobiernos democráticos y una prosperidad compartida parecía estar al alcance de la mano. En ningún lugar eran mayores las esperanzas que entre los pueblos de Europa central y oriental de que, tras la caída del comunismo, no tardarían en disfrutar de la prosperidad ya generalizada en la mitad occidental del continente.
Sin embargo, los años de transición de la primera mitad de la década de los noventa resultaron más difíciles de lo que, en plena euforia inicial, nadie había previsto. Solo mediada la década la situación empezaría a ser alentadora. Cuando a principios de los años noventa muchos se atrevieron a soñar con la llegada inminente de un mundo mejor, una gran sombra se volvió a cernir sobre el continente. A principios de la década, la guerra regresó a Europa.





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