miércoles, 18 de septiembre de 2024

Miguel Ángel

 

MIGUEL ANGEL                                                                 Cristina Bosch

Era de altura media, enfermizo y endeble; un insólito edificio corpóreo, acompañado por un óvalo de rostro poco agraciado. Poseía una frente cuadrada donde se grababan siete arrugas rectas; las pestañas eran ralas y poco menos que invisibles; ojos pequeños de color amarillento sucio; la mirada solía ser sombría y absorta. La nariz -aplastada en una pelea por un puñetazo que le propinó su primer enemigo- le quedó deformada para el resto de su vida, con un extraño bulto en el medio; fue un golpe macabro que estropeó aún más su horrible aspecto físico y lo marcó espiritualmente; el labio superior era fino, mientras el inferior era grueso y prominente. Una cabellera negra y crespa, una barba escasa y bifurcada y una tez pálida acompañaban esta triste descripción. El conjunto de su rostro era irregular, inarmónico, casi deforme, más satánico que angelical. Su aspecto físico causaba pavor. El mismo lo sostenía: “mía faccia ha forma di spavento”. Era una terrible verdad. Los artistas que lo han pintado, por respeto a su genio, han atenuado algunos de sus defectos; notamos un Miguel Ángel sombrío y triste, hosco y de proporciones imperfectas. Hoy podríamos denominarla una belleza atormentada con un tinte demoníaco. Parecía un hombre salido del infierno.
Estoy rasgos fueron una de sus más crueles penas secretas; el golpe en la nariz contribuyó a su complejo de inferioridad frente a las bellas formas; él que amó la belleza como el valor sublime para aproximarse a Dios, tuvo que soportar noventa años esa cara de melena oscura y enmarañada, ese adusto semblante y ese cuerpo de frágiles espaldas y frágiles caderas.
Por el contrario, existía un gran contraste entre su pequeñez física y la potencia de su espíritu. Y en esa oposición abismal entre su cuerpo y su alma germinó esa manía por lo monumental y lo gigantesco. El endeble crea colosos; el enfermizo se solaza en la grandeza.

LOS MAESTROS:

No fueron sensacionales. El primero fue un humanista, ni siquiera famoso; el segundo, Ghirlandaio, fue el dueño de su primer taller, un buen pintor, sin destacarse demasiado; el tercero no era original ni poseía vigor. Del segundo aprendió un poco de pintura; del último, Bertoldo, casi nada de escultura, a pesar de haber sido el legítimo heredero de Donatello. Fue más un medallista y un broncista que un escultor; no son estatuas las que creaba, sino estatuillas; amaba lo pequeño, lo diminuto. Miguel Ángel, en cambio, era lo opuesto, anhelaba lo colosal y cuanto más el maestro le rendía culto al bronce, su discípulo veneraba el mármol.
Bertoldo era elegante; poseía gracia, no la fuerza de expresión que desarrolló su alumno; conocía la técnica sin haber captado el talento.
Mientras tanto, Miguel Ángel volaba hacia las cumbres jamás igualadas, Consideraba a Donatello -sin haberlo conocido personalmente- como su mejor maestro pero, aunque su técnica fuera similar, su arte no lo sería.
El encuentro con la obra de Jacobo della Quercia fue fundamental. En escultura, sólo reconoció a estos dos gigantes.

LORENZO IL MAGNIFICO

Si no tuvo una buena y cálida relación con su padre, a quien le unía simplemente el deber, sí la logró con el Magnífico, que hubiera deseado tenerlo por hijo. Fue la única figura de los Médicis que quiso verdaderamente.
Lorenzo llegó a un acuerdo con Ludovico, padre del artista, para poder adoptarlo. Acogido y protegido en el palacio, formaba parte de la familia; comía y se vestía igual que sus hijos, obteniendo una pensión de cinco florines de oro mensuales. Frecuentó a los ilustres de esa época como Pico della Mirándola y a todo sabio o poeta de paso por Florencia que acudía a la Academia del príncipe mecenas.
Condenado hasta ese instante a cohabitar junto a los mediocres, en un suelo gris y tedioso, pasó de repente a ser considerado un hijo del sol, huésped querido de un príncipe que amaba el genio y la belleza. Era un señor entre los nobles de espíritu. El Magnífico lo quería como si lo hubiera engendrado. Los grandes escultores de la ciudad habían muerto; Ghiberti, Verrochio, Pollaiolo y Sansovino.
Lorenzo tenía seis hijos, tres varones y tres mujeres. Ninguno estuvo a la altura de su padre. Entonces acaparó a este jovencito, otorgándole su paternal protección; le honró como artista, dolido porque ninguno de su progenie pudo serlo; todos fueron mediocres, salvo éste, el adoptivo, que fue poeta en cuatro modos diversos. Solía enseñarle sus colecciones privadas de joyas, medallas y obras adquiridas. Miguel Ángel absorbió a su lado el arte antiguo de los griegos; se alimentó espiritualmente, para luego volar con sus propias alas, impulsado por la energía de su genialidad.

SAVONAROLA

Violento, profeta, fraile de aspecto semi-árabe, nariz aguileña, ojos de mirada tenebrosa que despedían llamaradas; era un nuevo y similar Juan Bautista regresando del desierto y repitiendo una vez más el mensaje de penitencia, a fin de lograr la salvación y poder entrar en el reino de los Cielos.
Este mensaje tuvo eco en Miguel Ángel, porque creía en Dios y poseía una fe digna de estrujar su espíritu hasta el ascetismo total.
En ocasiones se confundió esta falta de confort en su “modus vivendi”,con el grave defecto de la avaricia; su progenitor se lo echó en cara , pero para el artista florentino era una forma de vida y así lo confirman sus obras, ya que pintó la muerte de Cristo hasta el fin de sus días; las cuatro Piedades no son más que una confirmación real de lo aquí atestiguado.
Una duda lo desgarró siempre. ¿Debía rendirle culto a la belleza del mundo de los sentidos o buscar la santidad en lo invisible, en el universo platónico de las ideas absolutas? En lo primero, percibía la belleza de las mujeres míticas y griegas, en su gracia y su equilibrio; también la adivinaba en los desnudos antiguos de su héroes masculinos. En lo segundo, entraba de lleno en la majestad del Antiguo Testamento junto a la eterna amenaza de los castigos corporales y la ardua tarea para alcanzar la prometida salvación. Se advertía en él, en su interior, los encantos clásicos y la apocalípticas admoniciones de Savonarola.
SUS PRIMERAS ESCULTURAS

Fue un viejo fauno bajo la custodia de Bertoldo, en el palacio de los Médicis; escogió ésta entre múltiples cabezas de dioses, semidioses, jóvenes atletas o potentes héroes.
¿Por qué eligió ese óvalo cerdoso y arrugado de un semi monstruo de la selva? Se afirma que su fauno reía, aunque debió ser una mueca demoníaca.
A través de su arte, el fauno reaparece a veces como burlón, otras, ceñudo.

Amó lo insólito, lo misterioso, lo grotesco hasta el
rechazo físico; le gustaba representar monstruos; los esculpía con sumo cuidado y guardó esta inclinación a lo largo de toda su obra, percibiéndola en la espantosa máscara de la Noche de la tumbas mediceas o entre los condenados en el Juicio Final y en ciertos dibujos que se encontraron entre sus papeles. Buscó siempre los dos extremos; la perfecta belleza, casi divina y la fealdad que causa horror: Dios y Satán en contraste supremo.
Dante poseía el Infierno y el Paraíso, pero el purgatorio fue su acto de medio punto. En la obra del genial artífice carecemos de este último sofrosine.

LA MADRE

La perdió cuando contaba escasos seis años de edad; no la recordaba, aun cuando pensó en ella toda la vida y sufrió esa carencia maternal como un dolor agudo, que hizo que cada vez que la representara en sus cuadros, sus tondos o estatuas- bajo la majestuosa figura de la Virgen María- tuviera esa mirada lejana, perdida, sin un gesto terrenal. Tenemos un medallón de mármol, donde la Virgen austera contempla el infinito sin mirar al Niño, despreocupada de su Hijo, quien se apoya en su hombro sonriendo.
Los rostros de sus Vírgenes son suaves, velados de una cierta melancolía; son rostros de madres muertas, cual si estuvieran soñando o hipnotizadas; mujeres que han sufrido y han de morir, como si un presentimiento o el recuerdo constante de la muerte las desligara ya en vida de su existencia.
La Virgen de Brujas sostiene al Niño entre las rodillas con la mirada meditabunda y lejana. La Virgen de Tadeo torna su rostro hacia San Juan, no hacia Cristo, el cual intenta buscar su protección en su regazo. La Virgen de Pitti contempla tercamente el universo a la lontananza, sin preocuparse de los dos niños. La Virgen de la Escalera amamanta a Jesucristo sin verlo, gesto que reencontramos en la Virgen de la Sacristía Nueva de San Lorenzo e inclusive en la Virgen junto al Cristo Juez del Juicio Final, en la Capilla Sixtina, quien a su vez torna su atención hacia otro sitio.
Si exceptuamos la Virgen de Doni, que observa a su Hijo con ternura, volviendo la mirada hacia el Niño arrodillado -aunque esté nublada por una resignada y honda tristeza- jamás esculpió ni pintó la figura de Jesús sin estar acompañada de su Madre, más en el único momento en que se permite mirarlo cara a cara, de frente y sin preámbulos es cuanto éste yace finalmente muerto en su regazo, en la célebre Pietá del Vaticano, en San Pedro; encontramos en su rostro florentino y muy juvenil una mirada extremadamente dolorosa, ya que así debió ser el recuerdo de ese huérfano infante, que simbolizó su pena en esa magistral escultura, a los veinticinco años.

NICOLÁS COPERNICO

Fue el futuro autor de las obras que revolucionaron la concepción terrestre del orbe entero. Llegó a Italia, considerado un maestro en todas las ciencias. Es posible que, ya instalado en Roma, Miguel Ángel haya asistido a las lecciones particulares de este astrólogo genial. Muchos afirman que el artista era un docto en ciencia astronómica, un perito en la materia. Tal vez haya adquirido conocimientos de astronomía, como antes se interesó por la anatomía en directo.
Enamorado de todo movimiento humano, pudo tener una disposición por conocer e investigar los cuerpos celestes y -siendo un gran lector y admirador del Dante- no le hubiera sido factible concebir la estructura dantesca sin ciertas nociones de matemáticas y de astronomía.
Copérnico enseñaba no en la universidad sino en una casa particular. Quizá sus clases fueran en lenguaje vulgar y no en latín, idioma que desconocía el escultor.
¿Cómo habrá sido en encuentro de estos dos jóvenes superdotados, destinado ambos a la gloria del cosmos? Copérnico cambió la faz del universo: Miguel Ángel, en la Capilla Sixtina, lo representó.

SU VOCACIÓN

Ludovico, su padre, no apoyó en un principio que su hijo abandonara las letras y se entregara por entero a la pintura y a la escultura, ya que las consideraba un arte mecánico, indigno de él y sólo cambió de opinión cuando comenzó éste a enviarle ducados y florines, como si fuese un rico comerciante. En ciertas ocasiones lo castigó cruelmente de niño por perder su tiempo en estos indignos menesteres.
No amaba el arte, pese a ser un hombre renacentista, tal vez por prejuicios aburguesados. Miguel Ángel, espiritualmente no heredó nada de su padre, salvo la tendencia a fugarse al menor inconveniente, el creerse de origen patricio, pensando que por sus venas corría sangre imperial -falsa ilusión que perduró durante toda su vida- y su inclinación a invertir el dinero en propiedades.
EL NIÑO

De niño, su condición fue enfermiza y débil; tenía un carácter melancólico; era reacio al estudio y no aspiraba a convertirse en un buen mercader. Solamente le quedaba su afición a leer poesía en lenguaje vulgar y el dibujo, su gran pasión. Fue un poeta digno, si bien percibía la distancia que lo separaba del Dante. Su amor al dibujo por fin se impuso para siempre. En el período más fecundo de la civilización de Florencia y del propio Renacimiento, germinó en él su deseo de ser partícipe de una colosal obra creadora a fin de alabar al Creador, su Dios.

EL CRISTO DE MADERA

En el Convento agustino del Espíritu Santo, en Bolonia, existe un Cristo de madera que hizo en agradecimiento al prior, que le permitió estudiar, en vivo, la anatomía humana en los cadáveres. Ni siquiera la piedad hacia la muerte consiguió contener su insaciable voracidad por conocer todas las fibras, músculos o ligamentos, hasta la más diminuta partícula del cuerpo humano.
Miguel Ángel odiaba la violencia: jamás peleó, sino muy por el contrario huía de revueltas o continuaba trabajando indiferente en medio del caos. Florencia es testigo de lo dicho aquí.

El Cristo de madera puede verse todavía en el coro del Convento. Muchos sostuvieron que no le pertenece; nada indica en los documentos agustinos que sea suyo, pero nadie lo ha quitado de allí en todos estos siglos. Fue la única talla en ese material, realizada a los diecinueve años. Él amaba el mármol o la piedra palustre, como solía denominarla y la que más convenía a su genio creador.
El cuerpo del Cristo está bien modelado, revelando un gran conocimiento anatómico. El rostro del Señor tiene una resignada dulzura que más tarde se sublimizará en el Cristo de la Pietá de San Pedro, en el Vaticano. No es una obra maestra, como tampoco lo es el Cristo de Minerva, aunque ambos ya nos dejan percibir el genio en plena evolución y reflejan chispas del que será denominado por Pontífices y Cardenales “el divino”.

SUS OBRAS

Una de sus primeras obras fue el Rapto de Deyanira y la lucha de los Centauros y de los Lápidas, tomadas de las fábulas. Después vino el Hércules, representado en plena juventud, sin barba; no es un hombre maduro como en las estatuas griegas; tiene un brazo levantado en además de golpear a alguien, pese a que sus juveniles formas nos hablan más de una figura sin asomo de maldad. No podemos catalogarla como su mejor obra ni está a la altura de la Virgen de la Escalera, realizada más adelante.
Hércules fue su primera obra gigantesca. Es una figura majestuosa y un testimonio de su potencialidad futura.
Luego de cada obra de un neto corte clásico, le seguía un tema cristiano o viceversa. He aquí varios ejemplos; al San Antonio le siguió El Fauno; a la lucha de los Centauros y de los Lápidas, la Virgen de la Escalera; al Baco, la Pietá; al San Juan Niño, un Cupido dormido y un poco más tarde le llegó el turno al segundo Gigante -el David- y el regreso de Roma a Florencia.

RIVALIDAD CONTRA LEONARDO

Pedro S. encargó a Leonardo una de las paredes largas de la sala en Santa María Nóvela -en 1504- y a Miguel Ángel, una estancia en el hospital de tintoreros de San Onofre. Fue una de las más geniales competiciones de la historia: dos gigantes frente a frente, combatiendo con los pinceles, siendo el dibujo el combate. Leonardo contaba cincuenta y dos años; el escultor florentino tenía sólo veintinueve años. Ambos recibirían por el trabajo en cartones un salario mensual.
Las diferencias entre ambos artistas eran siderales. Miguel Ángel sentía por Leonardo una mezcla de repugnancia casi física. Leonardo era una exquisito en su vestir, en su conversación, en sus gustos y modales. En el trabajo parecía hasta un poco afeminado, tan viril era el otro por temperamento y carácter. Leonardo encontraba su equilibrio entre el diletante y el esteta; era un señor que se dignaba en sus ratos de ocio a pintar, pero con cierto gesto indiferente, aristocrático y lejano. Miguel Ángel esculpía y pintaba con sus entrañas y siempre con la misma pasión; su ser íntegro se hallaba comprometido en su obra; era un orfebre frente al noble gentilhombre delicado y fino por naturaleza. Además se dedicaba a diversos trabajos que dispersaban su alma, mientras el escultor tomaba su trabajo a pecho, olvidándose en ocasiones de comer o de dormir, si era necesario.
Cuando pintó la cúpula de la Capilla Sixtina no se le podía hablar y vivió incomunicado de todos los hombres a fin de poder terminarla. Era imposible que le atrajese la personalidad de Da Vinci, que era su antítesis en todo, siendo un espíritu práctico, anti platónico, positivista y realista en exceso. Buonarroti, en cambio, para Da Vinci debía ser un artesano con un alma de idealista.

JULIO II O LA TRAGEDIA DEL SEPULCRO

Nada tenía de Papa y poco de cristiano. Era un hombre de temperamento guerrero, nacido para conquistar. Francisco I, rey de Francia, decía que mejor hubiera sido emperador que Papa Romano. Era un verdadero príncipe Renacentista, hambriento de grandeza e inmortalidad. Obligó al mejor escultor de su época a ser, por mero capricho suyo, el mejor pintor de la historia, pese a las quejas del artista, que no podía dedicarse a su arte, el de la piedra dura.
Cuando Julio II lo conoció quería fervientemente su bóveda, un sepulcro ideado con cuarenta estatuas y el Moisés, en el centro; Miguel Ángel finalizó solamente cuatro estatuas esculpidas por él. El conflicto del sepulcro duró cuarenta años, desde los treinta a los setenta.
Al huir de Florencia y luego de la reconciliación con el Papa por esa fuga, el Pontífice lo exiló a Bolonia y lo obligó a fundir una estatua en bronce -metal que no amaba- que le llevó dieciocho meses y más tarde lo obligó a regresar a Roma, ya no como escultor sino como pintor; le encomendó los frescos de la cúpula de la Capilla Sixtina, sin interesarse más por el proyecto de su bóveda inconclusa; quedaba el Moisés, dos esclavos y cuatro esbozos, un genio victorioso y las figuras de Lía y de Raquel, de todo ese gran proyecto ostentoso.
Cuatro meses después de finalizada la pintura de la Capilla Sixtina, el Papa murió.
Entre el Pontífice y el escultor hubo siempre una afinidad secreta y profunda; ambos soñaban con un regreso a la espiritualidad cristiana pero, mientras el artista deseaba esculpir, el Vicario de Cristo lo obligó a pintar. Aunque no pudo finalizar su ambicioso sepulcro, quedan obras majestuosas, imposibles de igualar. Entre ellas las tumbas de los Médicis y el fresco del Juicio Final -ya anciano- y la obra de San Pedro, que no pudo ver terminada.

LA CAPILLA SIXTINA

La enemistad con el Bramante -gran arquitecto de su época- y la rivalidad con Rafael fueron el origen de esta empresa gigantesca. Quien hoy contempla el techo inmenso de la bóveda se siente impotente; no se puede comprender cómo lo logró.
Julio II apresuraba al artista a finalizar la bóveda, pero el pintor invariablemente le respondía que “lo haría cuando pudiera”; no deseaba apuros entre él y el Ser Supremo. El Pontífice llegó a darle unos bastonazos, aunque después le enviara quinientos ducados como signo de reconciliación. Sin embargo, al día siguiente quitó los andamios y descubrió por fin su obra. Fue el último día de octubre y por la prisa papal no pudo poner oro a las figuras, aludiendo que “los que se encontraban allí pintados habían sido pobres”. En 1511 tuvo lugar la ceremonia de apertura de la primera parte de esta colosal obra. La victoria fue apoteótica. Bramante y Rafael fueron derrotados; el arte mundial obtuvo un milagro no superado hasta la actualidad.
Comenzó la obra en 1508; tres años le bastaron para pintar la mitad del encargo a este hombrecito de endeble figura ascética; cerrando la puerta, quedó enclaustrado, como un prisionero frente a Dios, el universo y su progenie. Le confiaron la más difícil y grandiosa obra pictórica Renacentista; fue una trampa de los artistas antes mencionados, pero aceptó el desafío y nada temió y a ambos venció. Su arte austero y heroico estaba a millas de distancia de la delicadez y refinamiento de los otros; Miguel Ángel era un cíclope rústico con un cierto halo pétreo adherido a su ser. Cara a cara con sus desnudos, tendido boca arriba sobre los andamios, entre profetas y sibilas, creaba por segunda vez al hombre y a la mujer, evocando la salida del Edén y la promesa de salvación.
Rafael y Miguel Ángel se repartieron el universo, pintando el primero las Gracias, con rostros serenos, y el segundo, la dolorosa oblación al Dios del diluvio y de la Cruz.

LO DESNUDO Y LO PAGANO

Tenemos referencias de la Leda, mujer sensual a punto de ser penetrada por el dios Júpiter, disfrazado de cisne para esta ocasión.
¿Cómo pudo pintar esta figura sensual, denominada vulgarmente la Venus Desnuda, después de haber dedicado gran parte de su vida a evocar la tremenda figura del Dios Irae? Ella recibe los besos con una típica expresión de languidez y voluptuosidad, cual si fueran ambos amantes.
Esta alternancia no es la primera vez que la notamos entre sus obras, aún en las desaparecidas. A una visión cristiana le seguía generalmente una nostalgia pagana, pintadas esas mórbidas desnudeces con la misma pasión que ponía para sus obras religiosas.

LAS TUMBAS MEDICEAS

El Papa Clemente VII deseaba que el artista esculpiera dos tumbas para los Médicis. Vasari, discípulo imperfecto del escultor, las describe de este modo: “el pensativo duque Lorenzo, con semblante de sabiduría , medita cruzadas las piernas de modo admirables; el duque Guliano alza la cabeza en fiera actitud, los ojos y el perfil perfectos.”
El florentino lo representa vestido con una túnica militar ajustada al modo romano más un bastón de general en las rodillas robustas, en una postura similar al Moisés pero con la cabeza ligeramente inclinada, que le otorga una expresión de dulzura propia.
Debajo de cada retrato yacen los sarcófagos con tapas curvas, en donde se apoyan las estatuas alegóricas como el Día, la Noche, el Alba y el Ocaso, a fin de darnos una idea del transcurrir del tiempo.
Las figuras esculpidas por el escultor están tan impregnadas de vida propia que, en oposición, quien las contempla queda petrificado de estupor. La Noche, con la cara a medio esculpir, da la impresión de dormir. Strozzi dijo lo siguiente: “En esta piedra duerme la vida; tócala, si lo dudas, y te responderá”. El Día, en cambio, la otra estatua sobre el sarcófago de Julián Médicis, levanta la cabeza medio devastada sobre uno de sus hombros como el halo del sol, cuyo contorno su mirada no distingue.
Clemente VII quiso glorificar a su familia y en honor y agradecimiento a la hospitalidad recibida en su juventud, el escultor los esculpió en esta magnífica obra de arte.

ADIÓS A LA PATRIA

Fue el menosprecio del duque Alejandro de Médicas hacia su persona lo que le hizo temer por su vida, y un 20 de Septiembre de 1534 sale de Florencia por última vez. Tenían en ese entonces sesenta años. Tres días más tarde llegó a Roma y durante treinta años vivirá allí como un exiliado más.
Durante cuarenta años sirvió por fuerza o por puro placer a la familia medicea y ahora estaba a punto de ser eliminado a causa de uno de sus miembros. Pero al duque Alejandro le sigue en el poder Cosme I, quien reclama a su lado al artista. Miguel Ángel optó por declinar su oferta y su invitación. Su amadísimo hermano había dejado de existir así como su padre; tampoco dejaba en Florencia amigos cercanos -salvo un sobrino al cual no amaba- y ciertas obras de potencial genialidad: David, el Gigante descollante, como un centinela níveo y vigoroso frente al palacio de la Señoría , las célebres tumbas de los Médicas en San Lorenzo, y en su casa las estatuas esbozadas para la tumba inconclusa de Julio II, no finalizadas, las cuales nunca fueron incorporadas en el Mausoleo actual, pese a los pleitos y reclamos de sus herederos.
Florencia significaba demasiado para él. No era ni libre ni una República. Desde niño la había idolatrado. En el jardín de San Marcos trabajó con el cincel por primera vez; en el palacio de Vía Larga encontró a su primer mecenas, quien hizo de padre adoptivo y lo guio con mano diestra y segura, impartiéndole consejos y mostrándole sus obras de arte grecorromanas que hicieron mella en esta alma sensible y poderosa. Más tarde, en la mayor plaza de la ciudad se irguió El David, su más perfecta obra juvenil. Allí, en ese sitio, oyó hablar a Savanarola, meditó la Divina Comedia del Dante y soñó con la libertad de su ciudad natal, defendiéndola desde su taller con el martillo y el cincel, y luchando a su modo. En la torre de San Muñiato fue alcanzado por el fuego de los enemigos. En Florencia fue acariciado por su madre y a Florencia regresa después de su muerte, porque el viejo cíclope quiere ser enterrado en la iglesia de la Santa Croce, donde nadie le rendirá homenaje de acuerdo a su valor. Todos callaron y el silencio, en cierta forma, fue su aliado.
Partió rumbo a Roma, la venerada y odiada al mismo tiempo, pero en la que más a gusto se sentía ,exceptuando Florencia. Salvo viajes esporádicos en busca de mármoles a Basilla, Carrara, Ferrara, Pizza y Arezzo, no se movió de Roma durante el resto de su existencia, salvo ya muerto, que vuelve a la ciudad más amada.

EL JUICIO FINAL EN LA CAPILLA SIXTINA

Fue coronado vicario de Cristo Paulo III en 1534. Apenas pudo encaminar la Reforma, envió por el escultor; era un príncipe enamorado del fausto y del arte, un reformador en potencia y el florentino era el artista que necesitaba a su lado para aumentar su gloria. Quería que pintara el Juicio Final, como la más sublime manifestación mural de la Reforma católica; amaba la magnificencia y deseaba purificar la religión.
El fresco fue una orden; Miguel Ángel se quedó, sin ganas, a cumplir una vez más el mandato divino del Ser Supremo, que guiaba sin cesar su obra colosal.
Comenzó los cartones para la obra y la poderosa belleza de estos dibujos encendió el anhelo papal, que arremetió contra el anciano para que satisficiera su ambición . El escultor fue nombrado supremo arquitecto, escultor y pintor del Vaticano, cuyos honores heredarían sus familiares. Se le asignó una renta vitalicia de 1.200 ducados de oro anuales; el trabajo se debía haber iniciado en el verano de 1535.
Si la comparamos a otras obras de arte humana, notamos que ésta es la más portentosa composición pictórica; con el Cristo en lo alto juzgando a los muertos que recuperan su osamenta física tenemos 314 figuras. Las principales son el Cristo como juez, su Santísima Madre, Adán y San Pedro, ciertos apóstoles y santos y algunas figuras humanas que vivían en ese momento: su criado Urbino, Julio II, Clemente VII, Paulo II, el maestro de ceremonias como el cruel Mino y Lutero, con el rostro encapuchado. En los pliegues de la piel colgante de San Bartolomé puso el más trágico de sus autorretratos. Su apasionada fantasía los ubicó según el amor o el daño que le hicieron.
Dante lo acompañó toda su existencia; Savanarola fue el fanático de su juventud, monje en contra del arte pagano; Vitoria, su única relación amistosa femenina y Tommaso, el modelo inspirador de su bellísimo Cristo en el fresco de la Capilla Sixtina. Rondaba los 65 años; una caída que pudo ser funesta retrasó el trabajo, aunque logró finalizar su obra irrepetible en toda la historia del arte.

LA CÚPULA DE SAN PEDRO

La cúpula de San Pedro no fue concebida como los planes del Bramante y de Miguel Ángel, sobre la forma de la cruz griega. Bramante proyectó una cúpula de 85 metros y pilares de 29 metros. Miguel Ángel la llevó a 104 metros. Pero muere el escultor sin ver finalizado su plan.
Al morir, la cruz fue reemplazada por la latina, perdiendo el equilibrio arquitectónico. No pudo verlo el artista, ni tampoco la fachada torpemente traicionada; de las 4 cúpulas menores sólo quedaron dos; las otras fueron sustituidas por esos incongruentes campanarios del barroco de Bernini. La actual cúpula inmensa fue finalizada en 1590, sufriendo en el ínterin cambios sustanciales en su estructura inicial; la elevaron 8 metros más. La Basílica conserva solamente la impronta soñada por Miguel Ángel, como una ascética síntesis geométrica, un milagro de armonías sencillas, despojada de artificios; paulatinamente la fueron transformando en ese colosal monumento enjoyado con todas las alhajas del Barroco. No es la combinación perfecta entre el cuadrado y la esfera y tampoco invita al recogimiento; es más rica y fastuosa que clara y solemne; más una curia imperial que el mausoleo de un mártir; es compilación de ambiciones mediocres con una fachada pesada. Sus continuadores no pudieron interpretar su ideal sobrehumano en esa simbólica presencia entre el cielo y la tierra. El florentino murió sin ver esta otra malograda derrota personal.

EL ASCETA

Miguel Ángel consagró su vida al arte y a su estudio. Vivió como un místico en una vivienda sin lujo alguno -si exceptuamos las estatuas que se hallaban entre sus cuatro paredes y que ponían un toque mágico a su vivienda. Comía lo indispensable; dormía en un catre duro y trabajaba sin cesar. Fue un buen católico, practicante de sus ritos. Escuchaba los comentarios de las Epístolas de San Pablo y hablaba con gran elocuencia del Ser Supremo. Toda su creación, desde el Cristo de madera crucificado en el Convento del Santo Spirito hasta el Cristo de Minerva o la Pietá, que se encuentra en la Basílica de San Pedro, incluyendo las otras Piedades, toda su obra fue glorificar al Maestro y en particular al Cristo muerto.
Algunos afirmaban que fue un terciario franciscano, un laico que seguía las reglas de la orden fuera del convento; otros afirmaban que estaba adscripto en Roma a la Compañía de San Juan. Frecuentaba a cura y a frailes; fue amado y admirado por obispos, cardenales y papas. Por las obras que efectuó en San Pedro como arquitecto nunca cobró nada, ya que deseaba trabajar en provecho de su salvación.
De edad avanzada, quiso formar parte de la peregrinación a la Virgen de Loreto. A veces, se sentía con ganas de renegar incluso del arte, su único consuelo, aunque no pudo abandonarlo jamás.
Dos días antes de su muerte,  su mano cansada tenía el cincel esculpiendo el Cristo muerto de su última Pietá, pero aquel cuerpo en derrumbe que había contenido a un Dios y toda la esperanza de los hombres, ahora era un delgado despojo humano, ya no inerte sobre el regazo de María sino en caída hacia la tierra; más que un Cristo que gime es la extrema humillación divina en la encarnación de Nuestro Señor Jesucristo, el más lamentable y lagrimoso testimonio del inmenso amor del escultor a la víctima celestial, en holocausto a la especie humana.

LA MUERTE

Pero ésta se iba aproximando y la esperaba sin temor; la presentía sin temerla. De joven había estudiado cadáveres; más tarde pintó lo que había visto. Una vez le escribió a Vasari: “Conviví con la muerte siempre. La memoria y el cerebro se han ido a esperarme a otro sitio”.
Ningún artista plasmó una muerte más pavorosa que la del Juicio Final, cuya boca se abre de estupor y en forma burlona; la propia muerte se horroriza de sí misma, porque para él era no únicamente el pago de los pecados cometidos, sino también la condena natural de cada individuo, condena aparente, desde el momento que es el inicio de una vida nueva, luego del paso de la resurrección.
No fueron los años y los males de la vejez los que quebrantaron su espíritu, sino los últimos golpes de sus enemigos.
Fue, en los primeros días de febrero de 1564, que empezó a sentirse mal, encontrándose que no podía descansar en sitio alguno. Este antiguo domador de piedras no quiso ser domado por la debilidad ni el paso del tiempo; hubiera preferido cabalgar de noche, como era su costumbre, cuando hacía buen tiempo, en vez de rendirse en el lecho de su ascética morada. El mal lo consumió en cinco días; dos levantado junto al fogón y tres en la cama, expirando un viernes por la noche.
El último rostro humano que vio fue el de Tommaso Cavaliere, al que admiró tanto por su belleza, que le recordaba el ideal platónico. Ahora se enfrentaba con su propia muerte.

Tres fueron sus funerales: el primero en Roma, el segundo en Florencia y el tercero, el más lujoso de todos, también en esa ciudad, pero en la Basílica de San Lorenzo.
Tuvieron la macabra idea de abrir el cajón para mostrárselo a los
jóvenes artistas que no lo habían conocido en vida y lo hallaron, veintidós días después de su muerte, intacto: parecía dormir un apacible sueño. Dos siglos más tarde sucedió algo similar; el cadáver seguía intacto. Con su traje verde, como si reposara en un calmo sueño.
Dios quiso mantener ese cuerpo incorruptible por el que más hizo venerando su figura y su creación.
CONCLUSION

Después de espiar paso a paso la vida de este cíclope entre enanos, conociendo sus debilidades, sus arrebatos de ira -muchas veces justificados- sus períodos de grandeza y sus etapas de tribulaciones: ¿Qué más se puede añadir a su historia?
Hubo varias tragedias en su artística vida: la tragedia del altar, la de la fachada, la de la sepultura, la de la Basílica, todas a causa de envidias y celos. Hambriento de amor, pocos lo valoraron y entre ellos no estaban sus predilectos; encontró hielo o tibias aguas a su lado. Fue admirado, venerado mas no querido ni amado. Aspirando al incendio del Paraíso, apenas encontró cenizas en el interior de sí mismo, en el humo de la fama o de la amistad.
Miguel Ángel amó la belleza sensual del ser humano; lo que más le atraía era la luz de un rostro bello, ya que la naturaleza le negó al suyo todo rastro de ella, al límite que ni la luminosidad del genio logró transfigurarlo.
Florencia y Roma fueron sus refugios; nunca pasó más allá de Venecia, a lo sumo; soñó con peregrinaciones a Santiago de Compostela o al misterioso Oriente más, sujeto a su arte por órdenes impuestas que lo mantenían pintando durante años, no pudo lograrlo.
Era un enamorado de la libertad personal y de la patriótica; muchas de sus figuras fueron liberadores y, entre ellas, el David, la más perfecta.
Vivió, padeció y trabajó arrebatado por la cólera o la inspiración.
Se trataba como un igual con los Vicarios de Cristo, siendo desde un humilde cantero hasta un pintor de última línea. Sin embargo, Miguel Ángel, como artista, nos sigue conmoviendo hasta la veneración y, si su humanidad nos despierta piedad y afecto, como pintor o escultor fue el último y el único en ser considerado “el dios del mármol“… in vita eterna, Amen.


Bibliografía:
Papini, Giovanni. VIDA DE MIGUEL ANGEL.
STONE, Irving. LA AGONÍA Y EL ÉXTASIS
CONDIVI ( única biografía que el artista autorizó).
Vasari. Epístola de Holanda,

Francisco :Vida de Miguel Ángel

 

 

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